
A Cúcuta le hizo falta tener unos cinco Jaime Pérez más, fue él uno de esos escasísimos ciudadanos indispensables en toda sociedad. Era algo exótico ver tantas virtudes juntas dentro de un hombre flaco que no paraba de fumar y cuyos ojos vivaces brillaban mientras miraba a su interlocutor esperando que este le captara sus ideas, generalmente utópicas porque parecían irrealizables cuando las exponía. Por fortuna tuvo el coraje de luchar por sus utopías y gracias a ello la ciudad tuvo una buena escuela de derecho con la creación de la seccional de la Libre.
Era bien agradable escucharle sus anécdotas sobre ese complicado proceso de creación de la universidad, de la que luego de fundarla y dirigirla por cerca de trece años se retiró para dedicarse a la gerencia del Chircal San Luis, empresa familiar en la que sus dotes de liderazgo le permitieron crecer su mercado de manera impresionante. Como director de Proexpo tuve la oportunidad de colaborarle en su tarea de exportar a la Florida y de compartir las tediosas reuniones de junta directiva de Agrozulia y Azurca.
Es de anotar que mientras creaba la Libre también ayudaba a fundar la Corporación Financiera del Oriente, y luego, a la vez que ejercía como empresario industrial, lideraba los procesos de integración colombo venezolana, con el apoyo de Enrique Vargas y los presidentes Barco y Samper. Era un hombre realmente inquieto y brillante. Tanto que resolvió un buen día meterle el hombro al proyecto de crear una central de abastos cuando no era más que un fólder bajo el brazo de un buen amigo y a los pocos meses ya comenzamos a ver los galpones de lo que es hoy nuestra gran central mayorista. Cúcuta no tuvo otro ejecutivo igual en las últimas tres décadas. Años más tarde, siendo yo presidente de la Universidad Libre acudí muchas veces a su consejo siempre, siempre acertado; hacía él parte de los cuadros directivos de la universidad a nivel nacional y sus posiciones verticales e intransigentes contra la mediocridad y la corrupción le merecieron el exilio. Así le pagaron. Su espíritu austero y su elegante discreción se notan en la universidad: habiéndola hecho no dejó placas con su nombre. Eso mismo hicimos más tarde al duplicar su planta física.
Era una verdadera delicia oírlo cuando estaba en plan de echar “pajística”; muchas noches tuve el privilegio de acompañarle en su selecta mesa del Club Colsag, donde con don Sixto Jaramillo, Enrique Guerrero, el “Mono Parra”, Rafael Calderón, el Dr. Carreño, Humberto Flórez y Juan José Yáñez, en medio del humo de sus pielrojas y buenas dosis de aguardiente nos comentaba su visión del acontecer nacional.
El año pasado tuve la feliz ocasión de llevarle en mi carro a Mérida, junto con Nassire y Rafael Eduardo Ángel, donde dictó la que fuera considerada como la mejor conferencia del encuentro de cronistas venezolanos; aquel viaje es inolvidable por lo que aprendí. A Jaime en cierta medida lo asumía como una extensión de mi padre – ya para entonces enfermo de su ACV - , de quien era su primo hermano y a quien tanto me recordaba por su erudición y sus manos y orejas grandes.
Todos los roles que en su vida desempeñó estuvieron caracterizados por su verticalidad en los principios, su honestidad e integridad, y, sobretodo, por ese extraordinario don de gentes que le hacía encantador, especialmente entre las damas. Ejerció con gran brillo su profesión de abogado, fue un estudioso profundo de la historia y la escribió con excelencia, fue maestro, rector, masón radical, industrial, campesino vanguardista que hacía venir al Dr. Preston desde Vietnam para que le mirara sus ensayos de una nueva dieta alimenticia para sus vacas, fue un ejecutivo sin par y amigo como pocos.
Ha debido ser senador, gobernador o alcalde, pero ese talante incorruptible que no le permitió ser concejal de Cúcuta hace unos cinco o seis años, no les convenía a los empresarios de la política. Nos va a hacer mucha falta.