
A los veintiocho años de edad a Fulanita le entró el afán de casarse, pensó que “el tren” la estaba dejando. Se propuso entonces hacerlo y decidió darle el sí al primer enamorado que se lo pidiese (el matrimonio, explico).
Se arregló (lipo, nuevo peinado, etc) y como era de esperarse al poco tiempo le llegó un enamorado, alguien de su misma edad. Queridísimo el tipo, todo un señor, generoso, atento y amable. Embarazo (tal como estaba planeado) y gran fiesta de bodas. Luego de dos años de matrimonio el marido no la quiere, se fue ese hombre adorado y generoso y quedó un tipo amargado que no le ayuda con nada. Ahora ella piensa que lo mejor es separarse.
Hay una gran diferencia entre la chica que era hace dos años y la de hoy. Diferencias en cuanto a sus posibilidades de desarrollo personal y profesional. En lo profesional, con un bebé no es fácil cambiar de ciudad bien sea por un trabajo o para estudiar un postgrado, y en lo personal, no es tan amplio el mercado de pretendientes cuando se tiene un pequeño hijo de por medio.
- Cometí el error de casarme por casarme - , dice la mujer ahora, quien a sus 31 años es y se siente muy joven y anhela irse a Bogotá o a los estados Unidos a progresar. Error pendejo y frecuente que cometen muchas jóvenes por falta de dirección técnica por parte de sus padres. Ese viejo concepto del “tren” hay que eliminarlo del imaginario femenino: no existe ningún tren de la felicidad que pasa sólo una vez en la vida y tiene que tomarse antes de los 24 años.
Esto es estúpido. Los trenes de la felicidad – son varios – los construye, los direcciona y los programa uno mismo, son distintos en la medida en que nuestra madurez y nuestra preparación nos van puliendo el ideal de vida.